Las dificultades de probar los daños morales

Las dificultades de probar los daños morales
23 Mayo 2012

Nuestro derecho de daños parte de la premisa de que la indemnización por los mismos debe permitir la llamada restitutio in integrum o reparación integral, es decir, la víctima debe ser resarcida en todo aquello en lo que haya sido dañada. Esto supone que, a menudo, se deba hablar de los daños morales que acompañan a los materiales. Pensándolo bien, y llevándolo al extremo, podríamos afirmar que todo daño material es susceptible de generar cierto daño moral si atendemos a la definición que la Audiencia Provincial de Barcelona nos ofrece, en su Sentencia de 8 de febrero de 2006, del concepto de daño moral: “es el infligido a las creencias, a los sentimientos, a la dignidad de la persona o a su salud física o psíquica […]. La zozobra, la inquietud, que perturban a una persona en lo psíquico”. En la misma línea, señala la doctrina[1] que podemos considerar incluido en esta categoría “todo perjuicio no pecuniario producido por la lesión de un bien de la persona (salud, libertad, honestidad, honor, etc.) o de sus sentimientos y afectos más importantes y elevados”.

Un resbalón en un suelo mojado generará cierta inquietud o zozobra a quien lo sufra, mientras que unas filtraciones de agua que impidan a una persona tener su casa limpia de manchas y olores pueden afectar a su dignidad u honor, por citar sólo un par de ejemplos. No obstante, la reclamación por daños morales no acostumbra a ser objeto de discusión en sede judicial, no al menos en la misma proporción en que lo es la reclamación por daños materiales y no, desde luego, si aceptáramos la interpretación –ya hemos advertido que llevada al extremo- de que esos daños morales acostumbrarán a ir parejos a casi todas las situaciones que generen los materiales. Así lo entiende, por ejemplo, la Audiencia Provincial de Vizcaya, en su Sentencia 532/2010, de 7 de diciembre: “demostrada la realidad y persistencia de una inmisión de ruido por encima de los límites de obligada tolerancia, la certeza del daño moral sufrido por quien se ha visto compelido a soportarla no requiere una prueba adicional de las reacciones, sentimientos y sensaciones que han acompañado a su padecimiento”.

Dejando de lado las situaciones en que el daño moral no reviste entidad suficiente como para ser reclamado, consideramos que hay dos motivos fundamentales por los que no acostumbra a ser objeto de litigio con la frecuencia con que seguramente debiera serlo. El primero de esos motivos es la dificultad probatoria de la existencia del daño moral. No olvidemos que nuestro derecho procesal civil se rige por el principio de aportación de parte, que tiene su traducción, en materia de prueba, en la obligación de las partes de acreditar aquellos hechos sobre los que fundamenten sus pretensiones (ex artículos 216, 217, 281, 282 de la LEC): en consecuencia, las partes deben valorar antes de efectuar una alegación qué capacidad probatoria tienen al respecto. Y si el resultado de ese juicio valorativo es negativo, si observan que les resulta imposible probar los hechos sobre los que sustentan dicha alegación, lo más recomendable es que se olviden de ella, por más legítima que ésta sea, salvo que quieran arriesgarse al perjuicio patrimonial que les supondría una eventual condena en costas.

Es evidente que los daños morales revisten una intrínseca dificultad probatoria. A diferencia de los daños materiales, que acostumbran a ser evidentes para el ojo humano común y mesurables por el ojo humano experto (el del perito correspondiente), los daños morales no se pueden ver ni tocar, generándose además la paradoja de que, cuando se hacen evidentes, es porque pasan a ser materiales. Un ejemplo: si esa zozobra a la que nos referíamos anteriormente deviene tan intensa que se convierte en una afección psíquica, de modo que un perito médico pueda dictaminar su existencia y explicar sus consecuencias, lo que había nacido como un daño moral (una inquietud, una incomodidad, un sufrimiento) se ha convertido finalmente en un daño material (una enfermedad, una secuela, un impedimento). Por lo tanto, los daños morales podrán ser más fácilmente probados cuando se conviertan en materiales, lo cual no nos resuelve el problema inicial sobre su dificultad probatoria.

Y si resulta difícil probar su existencia, resulta mucho más difícil todavía cuantificar la indemnización que, en su caso, le corresponde percibir a la víctima. En sede de daños materiales, existen pocas dudas al respecto: el importe a indemnizar por la rotura de un cristal, por ejemplo, es el que corresponda a su sustitución, según la factura correspondiente. Algo plenamente mesurable y fácilmente acreditable, algo generalmente objetivo. En el caso de los daños morales, sin embargo, es mucho más difícil –por no decir casi imposible- cuantificar qué valor tiene haber ocasionado un perjuicio en los sentimientos o en los afectos de una persona.

En el caso concreto de los accidentes de circulación, el texto refundido de la Ley sobre Responsabilidad Civil y Seguro en la Circulación de Vehículos a Motor (Real Decreto Legislativo 8/2004, de 29 de octubre) establece que anualmente se publiquen las cuantías con las que se deben indemnizar los daños ocasionados por este tipo de siniestros, con arreglo a unos baremos que incorporan en su cálculo la parte que correspondería a daños morales. Se podrá estar a favor o en contra de los importes establecidos, entender que son exagerados o irrisorios, pero es evidente que la existencia de un baremo genera en este ámbito una seguridad jurídica que no encontramos en otros terrenos. Y el precio a satisfacer para gozar de esa seguridad jurídica es precisamente el de parametrizar aquello que, a priori, parece imposible de encajar en esquemas predeterminados.

Fuera del ámbito de los accidentes de circulación, no existen reglas ni baremos a la hora de cuantificar el daño moral, lo cual tiene su parte negativa (la falta de seguridad jurídica) y su parte positiva (la mayor capacidad de analizar cada caso concreto según sus propias circunstancias). Con todo, es evidente lo difícil que resulta convertir en números un concepto al que la doctrina[2] llama el “precio del dolor”. Tan difícil que, seguramente, deviene imposible. Sobre todo, porque no existe posibilidad de reparación pura. A diferencia del cristal al que antes nos referíamos, que se ve sustituido por otro de idénticas características, el dolor sufrido no puede eliminarse. Puede cesar la fuente que lo provoca, puede desaparecer de cara al futuro, pero lo sufrido, sufrido está. De ahí que deba ser indemnizado en forma de compensación aquello que no puede ser reparado in natura.

Podemos apuntar en todo caso varias posibilidades a la hora de cuantificar el daño moral, debiendo indicar en primer lugar que no consideramos acertado que los litigantes lo cuantifiquen de modo arbitrario o caprichoso, sin exponer el porqué. La zozobra tanto puede valer un euro como un millón, al fin y al cabo, razón por la cual entendemos preciso justificar por qué se opta por una u otra posibilidad, por qué se reclama por esta vía una indemnización y no otra. Se podrá considerar posteriormente –para eso está el Juez- el acierto o desacierto del método de cálculo, pero lo importante es que haya uno y que, en aplicación del método elegido, la solicitud sea razonable. Sin perjuicio de otras opciones, entendemos que existen por lo menos las cuatro a las que nos referiremos a continuación.

La primera de ellas, es la aplicación por analogía, mutatis mutandis, del baremo para accidentes de circulación a casos en que el daño tenga otra causa. Es cierto que está concebido para un ámbito concreto, por lo que no puede ser aplicado directamente a cualquier otro, pero entendemos que sí puede serlo analógicamente. Así lo apuntan también la SAP Madrid 293/2007, de 13 de junio, que lo considera un criterio “orientativo” para otros supuestos, o la SAP A Coruña 247/2011, de 9 de junio, que lo aplica incluso al alza cuando un siniestro se produce en el propio domicilio, por entender que “los demandantes estaban confiadamente en su casa, ámbito en el que no son de esperar sobresaltos, ni mucho menos situaciones que comporten riesgo para la vida; el daño moral que los mismos han padecido es razonablemente superior al que tiene lugar en los casos de accidentes de tráfico (puesto que la conducción conlleva la asunción de riesgo)”.

La segunda opción es vincular el daño moral al daño material, de modo que uno guarde relación cuantitativa con el otro, tal como hace el Tribunal Supremo en su Sentencia 248/2011, de 4 de abril. En este sentido, puede reclamarse en concepto de indemnización por daños morales un 25%, un50% o un 75% (por citar algunos ejemplos) de la que correspondería por los materiales. El importe reclamado, por tanto, aun siendo un tanto alzado, tiene su base sobre otro importe que sí ha sido objeto de una cuantificación objetiva.

La tercera opción es la que exige una mayor capacidad de creatividad e ingenio (que no de imaginación e invención) a la parte actora, que puede por tanto establecer cifras discrecionales (que no arbitrarias). Partiendo de la libertad de que no existan baremos predeterminados ni reglas preestablecidas, debe ser capaz de justificar por qué una determinada inquietud debe ser valorada en un importe concreto y no en otro. Puede valerse para ello de lo que estime oportuno: situaciones análogas, jurisprudencia existente, valoraciones complementarias… cualquier elemento que, razonablemente, pueda vincularse al caso. Como decíamos antes, ya decidirá el Juez si resulta o no procedente. Es evidente que se tratará siempre de una propuesta subjetiva pero, como indica el Tribunal Supremo en su Sentencia de 15 de junio de 2011, no hay alternativa: “el daño moral por su carácter afectivo y de pretium doloris, carece de módulos objetivos, lo que condice a valorarlo en una cifra razonable, que siempre tendrá un cierto componente subjetivo”.

La cuarta opción es la de solicitar que sea el propio Juez quien determine el quantum indemnizatorio, sobre la base de criterios de equidad. Se trata sin duda de una posibilidad harto recomendable, por cuanto existe profusa jurisprudencia que avala que sea el propio juzgador quien establezca la indemnización (STS de 20 de septiembre de 2010; SAP Burgos 218/2010, de 14 de julio; SAP Salamanca 131/2009, de 23 de octubre), puesto que las molestias que constituyen los daños morales son un concepto indemnizable para cuyo cálculo no existen bases concretas (SAP Madrid 129/2006, de 24 de marzo).

Pero como puede verse, la cuarta de las opciones planteadas no supone en sí misma un método de cálculo, sino más bien el reconocimiento de que le resulta imposible al litigante cuantificar por sí mismo el importe de la indemnización que debe percibir. Por ello, se trata de una posibilidad que tiene una vertiente positiva, como es la buena fe que se manifiesta al no solicitar importes arbitrariamente, pero también una de negativa, como es la absoluta falta de orientación que se da al Juez por parte de quien ha sufrido el daño y que, por tanto, es el único que puede conocer al menos indiciariamente el precio de su dolor. Por ello, parece que lo más recomendable es que esa cuarta opción no se presente de forma autónoma, como el único sustento de la reclamación, sino que acompañe a alguna de las otras, de modo que el Juez tenga una guía sobre la que apoyarse o apartarse, según estime oportuno, en función de la mayor o menor razonabilidad que otorgue a los planteamientos efectuados por el reclamante.

En todo caso, es importante que el daño moral –cuando exista y revista trascendencia- no quede apartado del proceso por su dificultad probatoria y, especialmente, por las dudas sobre su cuantificación. La dificultad probatoria, como ya hemos advertido, es una barrera a menudo insalvable y que el litigante prudente no querrá traspasar, para evitar así una posible condena en costas. Sin embargo, las dificultades para determinar el quantum indemnizatorio son mucho más salvables. Sólo requieren un esfuerzo discursivo generativo por parte del actor que sea, en su momento, debidamente complementado por un esfuerzo valorativo interpretativo por parte del juzgador. Y todo ello para permitir que, como destaca Gómez Pomar[3], se lance un determinado mensaje a la sociedad: “La indemnización esperada deberá así coincidir con el daño socialmente esperado para que el mensaje –las señales- que el sistema jurídico envía a los agentes sociales les incentive a adoptar las precauciones socialmente óptimas”. Por tanto, hay que vencer las reticencias y las dudas a base de esfuerzo y razonamiento, de modo que una parte de los daños sufridos –tan real en el fondo como los materiales- no quede huérfana de la debida reparación.

Antonio Valmaña
Ceca Magán Abogados

 

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[1] NAVARRO ESPIGARES, J.L./MARTÍN SEGURA, J.A.: Valoración económica del daño moral, CES, Madrid, 2008, pág. 50.

[2] MARCOS OYARZUN, F. J.: Reparación integral del daño. El daño moral, Bayer Hnos., Barcelona, 2002, pág. 67.

[3] GÓMEZ POMAR, F.: “Daño moral”, en Indret, nº 1/2000, pág. 4.